La arquitectura disuasiva del programa nuclear iraní – entre la ambigüedad estratégica y la búsqueda de legitimidad

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Hablar del programa nuclear iraní es hablar de un proceso de décadas que combina ambición geopolítica, lógica de disuasión y respuestas al aislamiento. Nacido en los años 70 con respaldo occidental bajo el régimen del Sha, reorientado tras la Revolución Islámica y potenciado en los años 2000 como parte de una estrategia de autonomía tecnológica, el proyecto nuclear de Irán mutó hasta convertirse en la pieza central de su política exterior.

El punto de inflexión fue 2015. El Plan Integral de Acción Conjunta (JCPOA), firmado con el E3+3 (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, China y Rusia), limitó la capacidad de enriquecimiento de Irán, redujo a 3.67% el umbral permitido de pureza de uranio, estableció un máximo de 300 kg de reservas enriquecidas y sometió sus instalaciones al monitoreo del OIEA con acceso diario. A cambio, se levantaron sanciones multilaterales y se desbloquearon activos congelados. Fue, al menos formalmente, un ejercicio de diplomacia exitosa.

Ese marco colapsó en 2018, cuando Donald Trump retiró unilateralmente a Estados Unidos del acuerdo e inició una política de “máxima presión” con sanciones financieras, embargos petroleros y aislamiento diplomático. El objetivo era forzar a Teherán a negociar un nuevo acuerdo con condiciones más estrictas. El resultado fue exactamente el opuesto: desde 2019, Irán comenzó a romper cada compromiso, aumentando el nivel y volumen de uranio enriquecido, instalando centrifugadoras avanzadas e incrementando la opacidad sobre su actividad nuclear.

La salida del acuerdo no solo tensó el equilibrio diplomático: empujó al régimen iraní a una crisis sin precedentes. Económica, social y política. Protestas internas, caída del poder adquisitivo, erosión del aparato represivo y fragmentación de su influencia regional. En ese contexto, el programa nuclear dejó de ser una herramienta negociadora para transformarse en una estructura de contención estratégica. Ya no se trataba solo de proyectar poder, sino de evitar el colapso.

Hoy, con Irán acumulando uranio enriquecido al 60%, con el OIEA sin acceso técnico desde 2021 y con un breakout time estimado en menos de una semana, la discusión ya no gira en torno a si busca construir un arma. Gira en torno a cuánto margen está dispuesto a ceder para no perder la capacidad de hacerlo.

El regreso de Trump, los frentes regionales debilitados y una economía interna fracturada colocan a Irán frente a una ecuación conocida: presionar sin cruzar el límite. Pero ese equilibrio es cada vez más inestable. El programa nuclear dejó de ser una herramienta técnica. Es una carta política. Una que Irán todavía no juega, pero mantiene visible. Y cuya sola presencia condiciona cada movimiento en la región.

El estado actual del programa nuclear

Desde que Irán dejó de aplicar el Protocolo Adicional y retiró los equipos de monitoreo del OIEA en febrero de 2021, el programa nuclear entró en una fase de expansión sostenida, difícil de rastrear con exactitud y cada vez más compleja de contener. Cuatro años después, el resultado es evidente: Irán ya no es una amenaza potencial, sino un actor con capacidad técnica real de convertirse en potencia nuclear en tiempos operativamente cortos.

Según el último informe del Organismo Internacional de Energía Atómica, al 8 de febrero de 2025, Irán acumulaba más de 8.290 kilogramos de uranio enriquecido. Lo más relevante no es solo la cantidad, sino la calidad: más de 600 kg al 20% y casi 275 kg al 60%, un nivel apenas por debajo del umbral técnico del 90% necesario para fabricar un arma nuclear. Con ese volumen, y con la tecnología disponible, Irán tiene material suficiente para fabricar entre dos y cinco armas, dependiendo del diseño.

Centrífugadoras utilizadas para enriquecer uranio en la instalación nuclear de Natanz en Irán, como se vio en 2019. Cientos de estas centrífugas fueron reportadamente destruidas durante una explosión en 2021 atribuida al sabotaje israelí, lo que llevó a Irán a acelerar su programa de enriquecimiento. (Crédito: Organización de Energía Atómica de Irán)

El enriquecimiento se realiza en tres instalaciones clave: Natanz (FEP y su planta piloto PFEP) y Fordow (FFEP), donde operan más de 80 cascadas activas de centrifugadoras, incluyendo modelos IR-1, IR-2m, IR-4 e IR-6. Estas últimas, significativamente más eficientes, permiten a Irán procesar mayores volúmenes en menos tiempo. En algunas de estas cascadas ya se está introduciendo hexafluoruro de uranio (UF6) al 20% como materia prima para alcanzar niveles de hasta el 60 %, lo que acelera el proceso de enriquecimiento final.

Pero el punto crítico no es solo cuánto uranio tiene Irán, sino qué puede hacer con él. Tanto la Arms Control Association como Iran Watch coinciden en que el país dispone de la infraestructura necesaria para llevar adelante la conversión de UF6 en uranio metálico, un paso clave para fabricar el núcleo de una bomba. Además, existen indicios de que podría estar en condiciones de construir un sistema de detonación multipunto, necesario para una explosión eficiente por implosión.

Sitios con facilidades nucleares Irán – NTI

Queda el punto más sensible: la entrega. Si bien Irán no ha probado públicamente una cabeza nuclear miniaturizada, su programa de misiles balísticos cuenta con vectores como el Shahab-3 o el Sejjil, que técnicamente podrían ser adaptados para transportar una ojiva nuclear si existiera la voluntad política de avanzar en esa dirección.

Todo esto desemboca en un dato que transforma la percepción estratégica del programa: el tiempo de ruptura. Antes del colapso del JCPOA, el llamado breakout time era de aproximadamente doce meses. Hoy, los analistas más conservadores lo estiman en menos de una semana. Eso no significa que Irán tenga una bomba lista para usar, pero sí que podría enriquecer el material necesario en siete días. Armar un dispositivo funcional —incluso uno rudimentario— tomaría entre seis meses y un año. En otras palabras: el umbral técnico ya fue cruzado. Lo que queda, es una decisión política.

Ese punto de inflexión es el que define la etapa actual del programa nuclear iraní. No hay evidencia concluyente de que el régimen quiera producir un arma, pero todo indica que busca demostrar que podría hacerlo en cualquier momento. Y esa ambigüedad, medida, calculada y sostenida, es lo que convierte al programa en una herramienta de poder, incluso sin detonar.

Dinámicas regionales: retroceso estratégico e impulso nuclear

La política exterior de Irán no se explica únicamente a través de su programa nuclear. Durante las últimas dos décadas, Teherán articuló su influencia regional a partir de una red de actores no estatales, aliados políticos y posiciones estratégicas que conformaban lo que muchos analistas denominaron el “eje de resistencia”. Líbano, Siria, Irak, Yemen, Gaza: cada uno de estos espacios funcionaba como un frente indirecto de confrontación con Israel y, en menor medida, con Estados Unidos. Pero esa arquitectura de poder comenzó a mostrar fisuras.

En los últimos dos años, Irán ha perdido capacidad de maniobra en varios de esos escenarios. Hezbolá, tradicionalmente su brazo más consolidado en la región, se encuentra debilitado por la presión económica, la crisis política libanesa y una creciente erosión social de su legitimidad interna. En Siria, la situación es aún más crítica: la pérdida de control territorial del régimen de Bashar al-Assad, sumada a los bombardeos israelíes contra posiciones iraníes y la inestabilidad del corredor terrestre entre Teherán y el Mediterráneo, afectaron gravemente la proyección logística de Irán.

En Yemen, los ataques liderados por EE.UU. contra los hutíes desde comienzos de año interrumpieron una de las líneas más activas de presión iraní sobre Arabia Saudita y el tráfico marítimo. En Gaza, la ofensiva israelí tras los ataques del 7 de octubre, sumada al aislamiento creciente de Hamás, ha deteriorado otro eje de influencia clave para Irán. Incluso en Irak, donde las milicias chiitas mantenían una relación estrecha con Teherán, el margen de acción se ha reducido por la presión social interna y los cambios en el liderazgo político.

Esta pérdida de cohesión en sus frentes externos deja a Irán en una posición más reactiva que expansiva. No se trata de aislamiento absoluto, pero sí de una reducción concreta de su poder de negociación en el tablero regional. Y en ese contexto, el programa nuclear deja de ser solo una carta técnica: se convierte en un instrumento de estabilización. Si la capacidad de proyectar poder hacia afuera se ve limitada, la capacidad de generar disuasión desde adentro se vuelve crucial.

La señal es clara: Irán no puede avanzar territorialmente, pero sí puede instalar que un paso en falso puede llevar a consecuencias irreversibles. Es el mismo principio que sostuvo la disuasión clásica durante la Guerra Fría, adaptado a un entorno donde el umbral entre capacidad y voluntad es cada vez más difuso. Hoy, el hecho de que Irán esté más cerca que nunca de desarrollar un arma nuclear no responde únicamente a una lógica defensiva o simbólica: responde a la necesidad de no perder relevancia en una región donde las reglas del juego están cambiando.

El giro estratégico israelí —ataques directos sobre infraestructura militar iraní en Siria, asesinatos selectivos, operaciones de precisión— marcó también un cambio de etapa. Ya no se trata solo de contención o sabotaje encubierto, sino de imponer costos materiales sobre el aparato de proyección del régimen. Y en esa dinámica, Teherán necesita recuperar una forma de presión que compense la asimetría táctica. La bomba no necesita ser usada: basta con que esté lo suficientemente cerca para volver a contar en la ecuación.

La vuelta a las negociaciones con EE.UU.

Después de años de estancamiento, Irán y Estados Unidos volvieron a la mesa de negociaciones. La sede elegida, Omán, no es casual: neutral, silenciosa y políticamente aceptable para ambas partes. El escenario, sin embargo, es muy distinto al de 2015. Ya no se discute cómo restringir el avance del programa nuclear iraní. Se discute cómo administrar su existencia sin cruzar el umbral visible del conflicto abierto.

En esta nueva ronda, el margen para un acuerdo sustantivo es más estrecho que nunca. Por el lado de Irán, las condiciones son claras: levantamiento de sanciones, garantías de no salida unilateral por parte de Estados Unidos (como ocurrió bajo Trump), y reconocimiento del derecho a un programa nuclear pacífico, incluso con niveles de enriquecimiento superiores al umbral del JCPOA original. Teherán no está dispuesto a volver a un marco donde cede capacidad sin recibir garantías sólidas a cambio.

Del lado estadounidense, la posición pública es menos flexible: desmantelamiento de los avances post-2019, vuelta a los límites técnicos del acuerdo original y un nuevo régimen de verificación más estricto. Pero el retorno de Trump a la Casa Blanca complica cualquier expectativa de continuidad diplomática. Su equipo repite la lógica de “máxima presión”, y el propio presidente considera que negociar desde una posición de poder es más efectivo que restaurar esquemas multilaterales complejos.

Lo que se está jugando, en el fondo, no es solo el acuerdo en sí, sino la credibilidad de la diplomacia como herramienta de resolución de crisis. Por eso, algunos analistas ya comenzaron a hablar del “riesgo Singapur”, en alusión al encuentro entre Trump y Kim Jong-un en 2018. Mucha expectativa, mucha cobertura mediática, y un resultado nulo. Un acuerdo sin sustancia, que no limitó el programa nuclear norcoreano ni produjo avances verificables.

Irán conoce ese precedente. Y también conoce su nueva posición relativa: sin aliados regionales sólidos, con presión interna creciente y con una economía al borde del colapso estructural, la diplomacia puede ser su única salida viable. Pero no a cualquier precio. La jugada de Teherán es doble: mantener el programa lo suficientemente activo como para ser relevante, pero no tanto como para forzar una intervención. Una zona gris cuidadosamente administrada.

La pregunta es si Washington —esta vez con Trump al frente— está dispuesto a negociar dentro de esa ambigüedad. O si, por el contrario, apuesta a un acuerdo rápido, estéticamente funcional, pero estructuralmente vacío. El riesgo es claro: repetir la lógica de Singapur. Y despertar, meses después, ante un Irán que no solo siguió avanzando, sino que lo hizo con legitimidad negociada.

Entre la disuasión y la supervivencia del régimen

Irán no necesita detonar una bomba para alterar el equilibrio regional. Le alcanza con poder construirla. Ese umbral —el de la capacidad latente— es hoy su principal activo estratégico, no solo frente a sus enemigos externos, sino también ante su propia población y elites internas. En un régimen donde la legitimidad ya no se construye únicamente desde la revolución o la religión, la capacidad de resistir presiones externas se convierte en argumento de permanencia.

El avance del programa nuclear no debe leerse en términos puramente militares. Se trata de una herramienta de estabilización interna y una forma de conservar influencia regional en un escenario que le resulta cada vez más adverso. Con sus alianzas debilitadas, sus rutas de abastecimiento comprometidas y su economía en estado de emergencia permanente, el régimen necesita volver a instalar una amenaza creíble que equilibre el desgaste estructural que enfrenta.

Por eso, más que una carrera armamentista, lo que vemos es una estrategia de presión calibrada. Irán ha aprendido que un programa suficientemente avanzado puede producir el mismo efecto disuasivo que un arma operacional. Y lo que está en juego no es una detonación, sino la preservación de su margen de acción en un orden internacional cada vez más hostil a los actores no alineados.

La bomba, en ese sentido, no es un objetivo. Es una carta. La que el régimen guarda con cuidado para no tener que jugarla, pero que todos sepan que está en la mano.

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