Cien días de Trump – entre promesas de paz, fracasos diplomáticos y creciente tensión global

Fecha:

Los primeros cien días de un gobierno suelen funcionar como ventana de interpretación del rumbo político, económico y estratégico de una administración. En el caso de Donald Trump, esa lectura exige una doble clave: una revisión de sus promesas —expresadas con una retórica de resolución rápida, autoridad personalista y desprecio por los marcos multilaterales— y una evaluación concreta del estado actual de los conflictos globales donde Estados Unidos ejerce peso diplomático, militar o simbólico.

Desde su asunción en enero, el presidente norteamericano reiteró que pondría fin a la guerra en Ucrania “en 24 horas”, que lograría una paz duradera en Medio Oriente, que restablecería la hegemonía estadounidense frente a China, y que frenaría los ataques contra la navegación comercial en el Mar Rojo. Cien días después, ninguna de esas promesas se ha cumplido. En muchos casos, ni siquiera se han iniciado procesos sustantivos para alcanzarlas.

Por el contrario, el nuevo ciclo de Trump parece haber inaugurado una etapa de reactivación de tensiones, polarización geoestratégica y debilitamiento de los equilibrios regionales. No se trata solo de fracasos tácticos. Se trata de una lógica de confrontación estructural que privilegia el impacto inmediato por sobre la sostenibilidad de las soluciones. Y que ya empieza a alterar las relaciones de poder a escala global.

Una estrategia sin red: el all-in como lógica de poder

Más allá de las particularidades de cada frente de conflicto, hay una constante que atraviesa la política exterior de Trump en estos cien días: la lógica del all-in. No se trata de una diplomacia basada en procesos, equilibrios o concesiones mutuas. Se trata de una forma de presión total, en la que el presidente estadounidense apuesta todo en una jugada única, buscando imponer una solución inmediata sin margen de negociación ni plan de repliegue.

Como en una partida de póker, Trump no parece interesado en calibrar el riesgo o sostener una estrategia de largo plazo. Su método se basa en acumular fichas —militares, financieras, diplomáticas— y colocarlas todas sobre la mesa al grito de “esto se resuelve ahora”. Y en esa apuesta total, el que no acepta las condiciones impuestas, queda fuera del juego.

Esta dinámica no es nueva. Fue visible ya en su primer mandato, con episodios como el retiro del acuerdo nuclear con Irán, la presión sobre la OTAN o su acercamiento improvisado a Corea del Norte. Pero en su segundo mandato, y especialmente en estos primeros cien días, el all-in se volvió norma. En Ucrania, Gaza, el Mar Rojo o el Indo-Pacífico, la fórmula se repite: Trump ofrece una salida rápida bajo sus términos, sin preocuparse por la sostenibilidad del resultado ni por el impacto en el equilibrio regional. La pregunta de fondo no es solo si esta estrategia puede tener éxito. Es si el mundo puede absorber el costo de una diplomacia sin escalas intermedias.

Ucrania: el laboratorio del all-in

Si hay un escenario que ilustra con mayor claridad la lógica de “apuesta total” que define la política exterior de Trump, ese es el conflicto en Ucrania. Desde su retorno a la Casa Blanca, el presidente estadounidense planteó que podía resolver la guerra “en 24 horas”. Lejos de ser una expresión retórica, esa promesa condensaba su estilo de intervención: una salida rápida, unilateral, sin matices ni escalas. En esa lógica, la diplomacia no opera como canal de negociación, sino como ultimátum.

La reunión con Volodímir Zelenski en el Salón Oval fue reveladora. “No tienes cartas fuertes”, le dijo Trump. No fue una advertencia, fue una declaración de poder. La propuesta fue directa: cesión de Crimea, reconocimiento del control ruso sobre Donetsk y Lugansk, y compromiso de neutralidad de Kiev. A cambio, la promesa vaga de evitar una ofensiva total por parte de Moscú. Nada de garantías de seguridad, ni compromisos de asistencia futura. Solo una opción: aceptar o quedarse solo.

La estrategia de Trump no deja margen. Es un all-in diplomático, sin fase previa ni posibilidad de negociación gradual. El problema es que ese tipo de presión exige que el otro jugador se rinda. Si no lo hace, la jugada colapsa. Y eso es lo que ocurrió: Ucrania rechazó el acuerdo, Europa se mostró dividida y Rusia, lejos de replegarse, capitalizó el escenario para avanzar posiciones en el frente este.

Más allá del corto plazo, lo que esta estrategia deja en evidencia es una erosión de la posición estructural de Estados Unidos como garante de estabilidad. El repliegue de Washington no fue táctico, fue condicional: se presentó como una amenaza para forzar el resultado deseado. Pero esa amenaza, al no concretarse, desgasta la credibilidad estadounidense tanto como si se hubiera retirado de forma explícita.

Gaza: una tregua sin sustento

En Medio Oriente, Trump apostó a replicar su narrativa de resolución inmediata. El alto el fuego anunciado en febrero entre Israel y Hamas fue presentado como un logro propio. Pero la tregua duró poco. A fines de marzo, los enfrentamientos se reanudaron y la promesa de una paz duradera se desintegró tan rápido como fue proclamada.

La lógica volvió a ser la del all-in: imponer condiciones desde una posición de fuerza sin construir un esquema de garantías mutuas. El mensaje fue claro: Hamas debe rendirse, e Israel, moderar su ofensiva solo bajo presión pública internacional. Sin incentivos para la desescalada ni mecanismos de verificación, la salida colapsó por su propio vacío.

La ofensiva israelí se intensificó, la crisis humanitaria se profundizó y la figura de Trump como mediador eficaz quedó desdibujada. Como en Ucrania, el problema no fue solo el contenido de la propuesta, sino la forma: una diplomacia de ultimátum no produce paz, apenas aplaza la próxima ruptura.

Mar Rojo: intensificación del conflicto

Trump prometió restaurar la seguridad en las rutas comerciales del Mar Rojo con una sola consigna: fuerza. Ante los ataques de los hutíes a buques internacionales, ordenó reanudar operaciones militares en Yemen, relanzó patrullajes navales y advirtió que cualquier agresión “sería respondida con contundencia”.

Pero el resultado fue inverso al esperado. Lejos de disuadir, la ofensiva estadounidense provocó una intensificación de los ataques, una escalada regional con réplicas en el estrecho de Ormuz, y una fragmentación interna en la coalición naval, que hoy opera sin respaldo unánime ni coordinación efectiva.

El all-in aplicado al Mar Rojo tradujo un problema estructural —la proyección iraní vía actores no estatales— en un enfrentamiento directo sin horizonte diplomático. Y, como en otros frentes, la presión absoluta terminó generando el efecto contrario: más tensión, más incertidumbre, menos control.

Irán: la estrategia de la maxima presión

Tras años de máxima tensión, el regreso de Trump abrió una ventana mínima para relanzar las conversaciones nucleares con Irán. La sede elegida fue Omán, pero el guión no cambió: Estados Unidos exige el desmantelamiento inmediato de los avances post-JCPOA, el retorno a los niveles técnicos de 2015 y un régimen de verificación más intrusivo. Teherán, por su parte, condiciona cualquier acuerdo a garantías firmes, levantamiento de sanciones y reconocimiento de su programa como legal bajo estándares pacíficos.

La distancia entre ambas posturas no es nueva. Lo que cambia es la forma. En lugar de reconstruir un marco de negociación, Trump vuelve a aplicar su método preferido: presión máxima, concesión cero, resolución inmediata. Y en este caso, sin fichas reales sobre la mesa.

El problema es que Irán ya cruzó el umbral técnico. Con material suficiente para fabricar varias armas, centrifugadoras avanzadas en operación y el OIEA sin acceso desde 2021, cualquier intento de forzar una marcha atrás sin dar garantías solo refuerza la lógica de disuasión iraní: mantener la carta sin jugarla, pero visible.

La diplomacia, reducida a ultimátum, no tiene espacio en ese tablero. Y mientras Trump apuesta a un nuevo deal firmado bajo su nombre, Irán calibra cada paso con el objetivo de evitar el colapso interno sin perder capacidad de presión externa.

Indo-Pacífico – Contención sin alianzas

En Asia, la estrategia de Trump volvió a mostrar su matriz: presión sin consenso, disuasión sin arquitectura cooperativa. Frente al avance militar y diplomático de China, la Casa Blanca reforzó patrullajes en el Mar de China Meridional, reactivó ejercicios conjuntos con Japón, Filipinas y Australia, y autorizó ventas de armamento a Taiwán por fuera del marco acordado en la era Biden. El mensaje fue claro: Estados Unidos volvería a marcar presencia, pero en sus propios términos.

El problema es que esa presencia se volvió cada vez más unilateral. En lugar de consolidar alianzas, Trump tensó relaciones clave. Con Corea del Sur y Japón, reinstaló viejas demandas sobre el reparto de costos. Con Filipinas, desoyó advertencias sobre los riesgos de confrontación directa con Beijing. Incluso con Australia, los márgenes de cooperación se volvieron más difusos ante la falta de una estrategia común.

En paralelo, China intensificó sus maniobras aéreas y navales alrededor de Taiwán, desplegó su grupo de portaaviones Fujian y anunció ejercicios de fuego real a escasos kilómetros del estrecho. La respuesta estadounidense —más disuasiva que diplomática— alimentó una escalada que ningún actor parece controlar del todo.

El all-in en esta región no solo tensiona el equilibrio militar. Pone en jaque la red de alianzas que definió durante décadas la arquitectura de seguridad asiática. Al apostar todo al músculo y al gesto unilateral, Trump dejó en segundo plano el mecanismo que históricamente convirtió a EE.UU. en actor estabilizador: la construcción paciente de confianza. Lo que queda es un Indo-Pacífico más inestable, con actores menos coordinados y un margen de error cada vez más angosto.

El costo oculto del unilateralismo

La lógica del all-in no solo opera sobre los adversarios. También condiciona a los aliados. En sus primeros cien días, Trump volvió a cuestionar el aporte financiero de los socios de la OTAN, suspendió consultas multilaterales clave con la Unión Europea, tensó su vínculo con Canadá por disputas arancelarias, y condicionó la continuidad de tropas en Corea del Sur a nuevas concesiones económicas.

El patrón se repite: las alianzas no se conciben como marcos de coordinación, sino como vínculos transaccionales. Se mantienen solo si el retorno inmediato justifica el costo. En esa lógica, la previsibilidad —un valor estructural en política internacional— se reemplaza por la amenaza constante de abandono.

AP

El resultado es un sistema internacional en reconfiguración, con socios que ya no ven a Washington como garante confiable. Y aunque Trump sostenga que esa imprevisibilidad lo fortalece, lo cierto es que sin una red de alianzas creíble, cada conflicto que se extiende multiplica sus efectos. El mundo no se ordena solo por poder. También necesita confianza y predicibilidad.

Trump, cien días y la incertidumbre global

El regreso de Trump al poder vino acompañado de promesas de orden. “Pondremos fin a las guerras”, “restauraremos el respeto por EE.UU.”, “volveremos a ganar”. A cien días, la evidencia es otra: los conflictos no se cerraron, las alianzas se debilitaron y el margen para una arquitectura cooperativa se redujo.

Lo que domina no es el éxito de sus intervenciones, sino la lógica que las estructura: el all-in como forma de poder. Una diplomacia sin proceso, una presión sin salida. Un liderazgo que apuesta todo en una jugada única, sin margen de error ni espacio para el repliegue. La paradoja es clara: cuanto más se repite esa jugada, menos eficaz se vuelve. Porque si todo es urgente, nada es estratégico. Y si todo se impone, nada se sostiene.

Te puede interesar: La arquitectura disuasiva del programa nuclear iraní – entre la ambigüedad estratégica y la búsqueda de legitimidad

Dejá una respuesta

Compartí esta noticia

Suscribite a El Estratégico

Más leídas

Noticias
Últimas