Hay una escena que se repite en la historia argentina como una pesadilla recurrente: un presidente recién asumido descubre que sus conversaciones privadas fueron grabadas por los servicios de inteligencia. Furioso, promete una reforma total del sistema. Meses después, ese mismo presidente está usando esos mismos servicios para espiar a sus opositores. Esta danza macabra entre el poder político y los servicios de inteligencia no es solo una patología local; es la manifestación extrema de un dilema que hace más de 70 años enfrentó a dos gigantes del pensamiento estratégico estadounidense y que ninguna democracia ha logrado resolver completamente.
Kent versus Kendall: El debate fundacional que Argentina nunca tuvo
En 1949, Sherman Kent y Willmoore Kendall protagonizaron un debate que definiría el futuro de los servicios de inteligencia occidentales. Kent, historiador de Yale y veterano de inteligencia, sostenía que los analistas debían mantener una distancia prudencial del poder político para preservar su objetividad. Como un médico que no puede operar a su propia familia, argumentaba Kent, el analista de inteligencia pierde su capacidad de juicio cuando está demasiado cerca de quienes toman las decisiones.
Kendall lo acusó de ingenuidad académica. ¿De qué sirve un análisis brillante si es irrelevante para las necesidades reales del gobierno? Para Kendall, la inteligencia divorciada del contexto político era como “un empleado de archivo inflado”, técnicamente competente pero prácticamente inútil. La inteligencia, insistía, debe estar integrada al proceso de toma de decisiones o se convierte en un ejercicio intelectual estéril.
Este debate nunca se dio seriamente en Argentina. Mientras las democracias desarrolladas experimentaban con diferentes equilibrios entre distancia y proximidad, Argentina saltó directamente a la peor versión posible del modelo Kendall: una fusión tan íntima entre inteligencia y política que se volvieron indistinguibles.
Los fallos que nadie quiere recordar
AMIA: Cuando la política contaminó la inteligencia
El atentado a la AMIA en 1994 expuso brutalmente las consecuencias de tener servicios de inteligencia más preocupados por las internas políticas que por las amenazas reales. La SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado) estaba tan ocupada en tareas de espionaje político interno que las señales de alerta sobre la amenaza terrorista fueron ignoradas o minimizadas.
Peor aún fue lo que vino después. La investigación del atentado se convirtió en un campo de batalla entre facciones políticas y servicios de inteligencia, donde la búsqueda de la verdad quedó sepultada bajo capas de operaciones de encubrimiento, testimonios comprados y pistas falsas plantadas. El pago de 400.000 dólares a Carlos Telleldín para que acusara a policías bonaerenses no fue solo un acto de corrupción; fue la manifestación extrema de cómo la politización de la inteligencia puede sabotear la justicia y la seguridad nacional.
El caso Nisman: Víctima del fuego cruzado
Alberto Nisman encarna la tragedia humana del dilema Kent-Kendall llevado a su extremo más letal. El fiscal especial AMIA se convirtió, sin buscarlo, en el punto donde colisionaron todas las patologías del sistema de inteligencia argentino. No era un jugador político; era un funcionario judicial que necesitaba información de inteligencia para investigar el peor atentado terrorista de la historia argentina. Pero en un sistema donde la inteligencia y la política son indistinguibles, no existe la neutralidad.
Nisman dependía de los servicios de inteligencia para acceder a información clasificada sobre el atentado. Pero cada dato que recibía venía con una agenda adjunta. La SIDE/SI no le entregaba inteligencia pura sino narrativas politizadas. Cuando comenzó a investigar el Memorándum con Irán, se encontró en el medio de una guerra entre facciones de inteligencia: algunos le filtraban información para dañar al gobierno, otros lo espiaban para protegerlo.
Los wikileaks revelaron sus contactos con la embajada estadounidense, presentados por sus críticos como evidencia de conspiración. Pero ¿qué alternativa tenía? En un sistema donde la inteligencia local está totalmente politizada, buscar fuentes externas se vuelve una necesidad operativa, no una elección ideológica. Nisman no era un espía ni un operador político; era un fiscal tratando de hacer su trabajo en un sistema diseñado para impedírselo.
Su muerte en enero de 2015, horas antes de presentar su denuncia ante el Congreso, cristalizó el horror del sistema. Independientemente de si fue suicidio o asesinato, Nisman murió porque el sistema no tolera a quienes intentan usar la inteligencia para buscar justicia en lugar de poder. En Argentina, el mensajero no solo es confundido con el mensaje; es eliminado por él.
El Memorándum con Irán: Inteligencia como arma política
El debate sobre el Memorándum de Entendimiento con Irán ejemplifica cómo la inteligencia se convierte en munición para la guerra política interna. Cada sector político produjo sus propios “informes de inteligencia” que casualmente confirmaban sus posiciones preestablecidas. La AFI (entonces SIDE) generó análisis contradictorios dependiendo de quién los solicitara, demostrando que cuando la inteligencia pierde independencia analítica, pierde también credibilidad y utilidad.
El tango perverso: Cómo la política usa la inteligencia y viceversa
Primera vuelta: El político que cree controlar al espía
Cada presidente argentino desde 1983 ha llegado al poder prometiendo reformar los servicios de inteligencia y cada uno ha terminado seducido por sus capacidades. La tentación es comprensible: ¿qué político puede resistirse a conocer las conversaciones privadas de sus adversarios, los movimientos de sus aliados dudosos, los secretos de periodistas críticos?
Cristina Kirchner disolvió la SIDE y creó la AFI prometiendo transparencia. Mauricio Macri llegó jurando limpiar la AFI kirchnerista. Alberto Fernández denunció el espionaje macrista. Cada uno descubrió los abusos de su predecesor mientras cometía los propios. Es el círculo vicioso perfecto: uso los servicios porque mi adversario los usó, y mi adversario los usará porque yo los usé.
Segunda vuelta: El espía que se vuelve imprescindible… hasta que deja de serlo
Pero hay una dimensión menos visible y más peligrosa: cómo los servicios de inteligencia se vuelven actores políticos autónomos. Con archivos sobre todos y lealtades con nadie, los servicios desarrollan sus propias agendas. Filtran información para voltear ministros, plantan escuchas para destruir carreras, negocian con todos los bandos para sobrevivir a los cambios de gobierno.
Jaime Stiuso personifica esta evolución. Durante décadas fue “el señor 5”, el espía imprescindible que sobrevivió a dictaduras y democracias, a militares y peronistas, a radicales y aliancistas. Su poder no derivaba de un cargo formal sino del conocimiento acumulado: sabía dónde estaban enterrados todos los cadáveres de la política argentina.
Pero en 2014, el sistema que lo había protegido se volvió contra él. En un giro shakesperiano, la política decidió hacerle inteligencia a la inteligencia. Cuando Stiuso se volvió incómodo para el poder de turno, fue defenestrado con: filtraciones, operaciones mediáticas, destrucción de reputación. El cazador se convirtió en presa, pero el mensaje para sus sucesores fue claro: nadie es imprescindible cuando el poder decide que sobra.
El episodio más abyecto de esta degradación llegó en 2020, cuando durante la intervención de Cristina Caamaño en la AFI, los nombres de decenas de agentes y ex agentes quedaron expuestos públicamente. La filtración incluyó datos personales sensibles que comprometieron la seguridad de funcionarios de inteligencia y sus familias. No fue un simple error administrativo; fue la consecuencia de usar los servicios de inteligencia como campo de batalla político, donde la seguridad de los agentes se volvió daño colateral aceptable.
La exposición de estos nombres reveló hasta qué punto la política había pervertido la inteligencia: los agentes no solo debían temer a los enemigos externos sino a sus propios superiores políticos, dispuestos a exponerlos públicamente como parte de purgas internas o guerras de información. Muchos de esos agentes y ex agentes tuvieron que tomar medidas de seguridad extraordinarias, viviendo con el temor de represalias. El Estado que debía protegerlos los había convertido en blancos.
Este episodio de 2020 cristaliza la degradación total del sistema: cuando los nombres de agentes se filtran como parte de luchas políticas internas, cuando la seguridad de funcionarios y ex funcionarios se sacrifica por conveniencia política, cuando las intervenciones que deberían reformar terminan exponiendo a quienes sirvieron al Estado, el sistema ha cruzado todas las líneas rojas. No es solo disfuncional; es activamente autodestructivo.
El Congreso: El supervisor que prefiere no ver
La Comisión Bicameral de Fiscalización de los Organismos y Actividades de Inteligencia es, en papel, el mecanismo de control democrático sobre los servicios. En la práctica, es un ejemplo paradigmático de simulación institucional.
Los legisladores que la integran enfrentan un dilema imposible: ejercer control real significaría acceder a información que los convertiría en blancos del mismo sistema que deben supervisar. Muchos prefieren la ignorancia cómoda al conocimiento peligroso. Otros ven en la comisión una oportunidad para acceder a inteligencia que pueden usar en sus propias batallas políticas.
El resultado es predecible: informes superficiales, investigaciones que nunca concluyen, recomendaciones que nadie implementa. El control parlamentario existe formalmente pero no funcionalmente, perpetuando el ciclo de abusos y escándalos.
Las lecciones que no aprendemos
La falsa dicotomía
Argentina ha caído en la trampa de creer que debe elegir entre el modelo Kent (separación absoluta) o el modelo Kendall (fusión completa). La experiencia internacional demuestra que ambos extremos son disfuncionales. La separación total produce inteligencia irrelevante; la fusión total produce inteligencia corrupta.
Las democracias exitosas han encontrado equilibrios dinámicos: proximidad suficiente para relevancia, distancia suficiente para objetividad. Mecanismos de comunicación estructurados, salvaguardas institucionales, culturas profesionales robustas. No es perfecta, pero funciona.
El costo de la disfunción
Mientras los servicios de inteligencia argentinos se dedican al espionaje político interno, las amenazas reales proliferan. El narcotráfico penetra las fronteras, el crimen organizado se sofistica, las redes de trata operan con impunidad. Los recursos gastados en grabar conversaciones de periodistas son recursos no invertidos en inteligencia criminal seria.
Pero el costo mayor es el daño a la democracia misma. Cuando los ciudadanos asumen que sus comunicaciones son espiadas, se autocensuran. Cuando los políticos saben que son grabados, la deliberación sincera se vuelve imposible. Cuando los periodistas son vigilados, la libertad de prensa se erosiona. La paranoia se vuelve racional y la democracia se vacía desde adentro.
El espejo regional: Lecciones ignoradas
Brasil reformó su inteligencia post-dictadura creando ABIN con controles civiles. No es perfecta, pero los escándalos son excepciones, no la regla. Chile construyó una ANI profesional que, pese a las limitaciones, mantiene distancia del juego político cotidiano. Colombia, en medio de su conflicto interno, logró desarrollar capacidades técnicas respetables.
¿Qué tienen en común? Tomaron en serio el dilema Kent-Kendall. Entendieron que la tensión entre objetividad y relevancia no se resuelve sino que se gestiona. Crearon instituciones, procedimientos, culturas profesionales orientadas a mantener el equilibrio.
Argentina, en cambio, nunca tuvo este debate. Pasó de la SIDE de la dictadura a la SIDE de la democracia sin reflexionar sobre qué tipo de inteligencia necesita una república. El resultado es un sistema que combina lo peor de ambos mundos: ni objetivo como quería Kent, ni relevante como proponía Kendall. Solo político en el peor sentido del término.
Un llamado a la madurez política
A los que gobiernan y gobernarán: el control de los servicios de inteligencia para fines partidarios es un arma que siempre se vuelve contra quien la empuña. La historia nos muestra el impacto en las diferentes administraciones: De la Rúa, espiado por los servicios que creía controlar; Cristina Kirchner, traicionada por el mismos agentes que consideraba sus aliados; a Macri, expuesto por los agentes que había heredado y conservado.
La reforma real requiere algo más difícil que cambiar leyes o nombres de agencias. Requiere que la clase política argentina acepte autolimitarse, que renuncie a la tentación del espionaje político a cambio de servicios de inteligencia que realmente protejan la seguridad nacional.
Esto significa:
Primero, un pacto político transversal, público y verificable de no utilización partidaria de la inteligencia. No una declaración de buenas intenciones sino compromisos concretos con consecuencias reales.
Segundo, una reforma legal que no solo cambie estructuras sino que cree incentivos correctos. Carreras profesionales protegidas, prohibiciones claras con sanciones automáticas, transparencia en todo lo que no comprometa operaciones legítimas.
Tercero, un Congreso que ejerza control real. Esto requiere valentía política y probablemente protección especial para los legisladores que se atrevan a mirar dentro de la caja negra.
Cuarto, una sociedad civil y medios que no se conformen con el escándalo periódico sino que demanden cambio estructural. La indignación selectiva según el color político del espiado perpetúa el sistema.
Conclusión: El espejo que no queremos mirar
El tango entre inteligencia y política en Argentina no es una danza elegante sino una lucha cuerpo a cuerpo donde ambos contendientes terminan en el piso, exhaustos y derrotados. El político que cree usar la inteligencia termina siendo su prisionero. El servicio que se politiza pierde su razón de ser.
Sherman Kent y Willmoore Kendall nunca imaginaron que su debate académico sobre el balance óptimo entre objetividad y relevancia sería pervertido hasta este extremo. Ellos discutían matices en una democracia funcional. Argentina debe primero decidir si quiere tener servicios de inteligencia dignos de una democracia o prefiere mantener aparatos de espionaje político con otro nombre.
La historia reciente sugiere pesimismo. Cada escándalo es seguido por promesas de reforma que se diluyen cuando el reformador descubre las ventajas del sistema que criticaba. Pero la historia también enseña que los países pueden cambiar cuando el costo de no hacerlo se vuelve insoportable.
Argentina está llegando a ese punto. En un mundo donde las amenazas a la seguridad son reales y crecientes, no puede darse el lujo de servicios de inteligencia dedicados a grabar conversaciones de dirigentes opositores. En una región donde la democracia enfrenta desafíos serios, no puede permitir que sus instituciones sean corroídas desde adentro.
El dilema Kent-Kendall tiene soluciones imperfectas pero funcionales. Lo que no tiene solución es la negación del problema. Cada día que pasa sin reforma real es un día más cerca del próximo escándalo, el próximo fracaso, la próxima tragedia evitable.
La pregunta no es si Argentina puede tener servicios de inteligencia profesionales y democráticos. La pregunta es si su clase política tiene la madurez para quererlos. Porque en el tango perverso entre el espía y el político, cuando uno cae, arrastra al otro. Y en esa caída, es la democracia la que se fractura.
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