Drones en manos del crimen: el nuevo frente de la violencia en América Latina

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El empleo de drones ha dejado de estar circunscrito a las fuerzas armadas y a la alta tecnología, convirtiéndose en una herramienta accesible para una amplia gama de actores. En contextos donde la presencia estatal es débil o fragmentaria, grupos armados y organizaciones criminales recurren a modelos comerciales para tareas de vigilancia, ataque y coordinación operativa. Esta tecnología de bajo costo modifica el equilibrio táctico, favoreciendo escenarios de conflicto irregulares, descentralizados y con creciente protagonismo. El caso reciente del Comando Vermelho, utilizó para rechazar el operativo policial constituye un ejemplo paradigmático de esta transformación.

La imagen del dron dejó de asociarse únicamente con tecnología de punta o con operaciones militares en zonas lejanas. Hoy, estos pequeños artefactos voladores, gracias a su bajo costo y facilidad de adquisición, se han vuelto herramientas comunes en manos de aficionados, empresas de filmación, policías, ejércitos… y también organizaciones criminales. Lo que antes era un símbolo de modernidad tecnológica ahora forma parte del repertorio cotidiano de grupos armados en diferentes regiones del mundo, incluyendo América Latina, que los adaptan con sorprendente rapidez.

En lugares donde el Estado tiene presencia débil, los drones ya son parte de los conflictos cotidianos. En el Sahel —Mali, Burkina Faso y Níger— milicias yihadistas comenzaron con modelos comerciales, los mismos que se venden en tiendas, para vigilar movimientos de tropas y, con el tiempo, acoplarles pequeñas cargas explosivas. En un desierto abierto, esa capacidad permite ver primero y actuar sin exponerse. Es tecnología barata convertida en ventaja táctica.

Algo similar ocurre en el Medio Oriente, donde grupos pro-iraníes usan drones kamikaze para atacar bases militares, puestos fronterizos e incluso instalaciones petroleras. No se trata de grandes UAVs, sino de aparatos pequeños que vuelan hasta su objetivo y estallan, enviando un mensaje claro: podemos alcanzar lo que antes era inaccesible.

En Nigeria, en Borno, los drones apoyan emboscadas a convoyes militares, identificando movimientos y señalando el momento exacto del ataque. Y en Myanmar, desde 2024, grupos de resistencia coordinan ataques con varios drones simultáneamente, dañando bases aéreas, hangares y fábricas. Aquí, el dron extiende la lucha en tierra: acorta distancias, reduce riesgos y obliga al enemigo a dispersar recursos.

El denominador común: actores no estatales que aprovechan tecnología accesible para cambiar la relación de fuerzas. No hablamos de ejércitos sofisticados, sino de grupos que encuentran en un dron civil una herramienta para dominar el campo de batalla. Pequeño y silencioso, el dron simboliza un nuevo tipo de guerra: fragmentada, irregular y cada vez más aérea.

Los ataques en Río de Janeiro, donde facciones criminales vigilan movimientos policiales e incluso lanzan explosivos improvisados sobre zonas rivales, no son casos aislados. Marcan un punto de convergencia con experiencias previas en Colombia y México, donde la violencia organizada también integra esta tecnología para extender control territorial. Comparar estos procesos permite entender cómo el crimen organizado latinoamericano combina tecnología de bajo costo con adaptabilidad para desafiar al Estado en entornos urbanos y rurales.

Colombia: el laboratorio temprano

A comienzos de los años 2010, las FARC experimentaron con drones comerciales. Primero para controlar plantaciones de coca, luego para misiones de reconocimiento sobre campamentos militares y rutas fluviales. Con el tiempo, algunas unidades se adaptaron para lanzar granadas o cargas explosivas artesanales. El objetivo era simple: generar sorpresa, desorganizar al enemigo y demostrar control territorial. Tras el proceso de paz, estas prácticas no desaparecieron; pasaron a disidencias y bandas criminales, consolidando los drones como parte de la “caja de herramientas” del crimen.

México: drones en el juego del narcotráfico

El uso de drones en México se documenta desde 2015, cuando se registraron los primeros incidentes de transporte de drogas. Desde entonces, cárteles como el Jalisco Nueva Generación (CJNG) y grupos vinculados al Cártel de Sinaloa los usan para vigilancia, transporte de drogas y, más recientemente, para lanzar explosivos improvisados. Los talleres clandestinos muestran un aprendizaje sistemático: los drones se fabrican, adaptan y optimizan como herramientas de guerra urbana.

Más allá del transporte y el ataque, cumplen funciones simbólicas y tácticas: monitorean operaciones policiales, coordinan emboscadas y difunden material que demuestra control territorial. Estados como Michoacán, Jalisco y Guanajuato se han visto obligados a desplegar recursos especializados para neutralizarlos. El caso mexicano ilustra cómo la tecnología de bajo costo puede amplificar el alcance operativo y la capacidad intimidatoria de los cárteles, llevando la violencia a un plano más estratégico.

Brasil: drones sobre la ciudad

En Río de Janeiro, la incorporación de drones se dio en un entorno urbano y particularmente en las favelas. Facciones como el “Comando Vermelho”, el “Terceiro Comando Puro” y “Amigos dos Amigos” operan en un escenario móvil y fragmentado, donde calles angostas y pasajes improvisados favorecen el uso de drones pequeños y maniobrables.

Inicialmente, los drones servían para vigilancia: sobrevolar techos, detectar la aproximación de la policía y coordinar movimientos defensivos. Pero pronto se diversificaron: transporte de droga, dinero o munición, apoyo en emboscadas y difusión en redes sociales, mostrando presencia territorial y capacidad tecnológica. El salto final fue el uso de drones con explosivos improvisados, lanzados sobre patrullas, barricadas o puntos de control.

En septiembre de 2023 se documentó el primer uso en el Complexo da Penha. En 2024, videos mostraron ataques durante disputas internas.

Más recientemente, el 28 de octubre, la Policía Militar llevó a cabo la Operación Contención en los complejos de Penha y Alemão, con el objetivo de detener a cabecillas del Comando Vermelho y frenar su expansión territorial. Durante el operativo, sin embargo, los grupos criminales utilizaron drones para lanzar explosivos contra las fuerzas de seguridad. Imágenes difundidas por la Policía Civil muestran los artefactos sobrevolando a los efectivos y liberando granadas desde el aire en un intento de obstaculizar su avance. Hasta el momento, no se han reportado heridos como consecuencia de estos ataques. Lo relevante no es tanto la capacidad destructiva, limitada, sino la señal de organización: los narcos que usan el espacio aéreo como extensión de su control territorial.

Impacto en la seguridad urbana

El desafío no es solo tecnológico. En Río, la presencia constante de drones altera la lógica policial: la sorpresa se pierde, los desplazamientos son previsibles y los habitantes perciben quién ejerce realmente el control. En Colombia, los drones amplifican la visibilidad del poder criminal en zonas rurales. La tecnología no crea el poder, pero lo hace más efectivo y tangible.

Los sistemas antidrones y dispositivos de interferencia ayudan, pero el control territorial requiere inteligencia continua, formación policial especializada y marcos legales claros. Sin eso, la respuesta técnica queda incompleta.

Hacia una nueva fase del conflicto

El uso de drones por parte de grupos criminales no es anecdótico; es un síntoma de cómo la violencia organizada se adapta y evoluciona. Colombia mostró la integración de tecnología en entornos rurales; Río demuestra su traslado al urbano, con efectos directos sobre la vida de millones.

Estamos frente a una nueva fase de los conflictos internos latinoamericanos: la del control territorial asistido por tecnología accesible. En este escenario, el Estado necesita más inteligencia que fuerza bruta: anticipar la adaptación criminal, construir presencia sostenida y recuperar el espacio aéreo como parte del control urbano. En América Latina, el cielo ya no es neutro; también es un campo de batalla.

En Argentina, ¿estamos preparados para enfrentarlos?

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